En
la Matanza de la Rubiera -ocurrida en 1967- un grupo de colonos de los llanos
orientales invitó a 18 indígenas, para supuestamente entregarles ropa y comida. Los indios aceptaron la invitación y -cuando se encontraban
en la mesa- fueron salvajemente asesinados. En 1972, durante el juicio, uno de los acusados soltó
una frase estremecedora: “No creíamos que matar indios fuera malo”. Y sí, en
esos años no era considerado -en algunas regiones de Colombia- un delito matar
indios; existían expresiones como "cuiviar" y "guahibiar", para referirse a
la caza de indios cuiva y guahibo.
Claro que no son solo los indios los
que padecen atropellos en Colombia; son todos aquellos que se atreven a
protestar y reclamar sus derechos, en uno de los países más injustos del
planeta. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos reportó
(informe de 2011) que muchos “líderes sindicales, indígenas, afrodescendientes
y desplazados, se encuentran en riesgo de sufrir ataques contra su vida”.
Problemas estructurales que los
gobiernos pretenden solucionar aumentando cada vez más la fuerza pública;
integrada en su mayoría por mestizos y mulatos empujados a combatir contra sus
iguales. La tradicional guerra de pobres contra pobres; unos tratan de
sobrevivir en el narcotráfico o las “Bacrin”, otros en la guerrilla y otros más
se alistan en las fuerzas armadas. El problema es que las demenciales políticas
macroeconómicas solo están generando más desempleo en el campo y la ciudad. Y
esto solo puede significar más pobreza y -por supuesto- más inseguridad.
El presidente Santos, aparte de
tomar distancia de la gallada de la narcoparapolítica que rodeaba a su
antecesor, sigue la misma cartilla neoliberal que alimenta la bomba social que podría explotarnos en la cara. A menos que el
presidente convierta esta profunda crisis en una oportunidad para emprender las
reformas que requiere con urgencia este sufrido país.
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