Columna publicada en Vanguardia Liberal en octubre 4 de 2006
El pasado mes de abril, Sandra Day O’Connor -exmagistrada de la Corte Suprema de los Estados Unidos- ocasionó revuelo mundial cuando afirmó que su país “está dando los primeros pasos hacia una dictadura”. O’Connor no es miembro de la oposición demócrata en los Estados Unidos –como pudiera pensarse- sino una destacada militante del partido republicano, el mismo del presidente George Bush. Este hecho le otorga una enorme trascendencia a las declaraciones -inusualmente fuertes- de la ilustre jurista.
O’Connor denuncia los ataques de algunos de los líderes de su propio partido contra decisiones de los jueces y espera que no sean “retaliaciones por decisiones (judiciales) con las que los líderes políticos no coinciden”. Para ella, estos ataques alimentan “la oleada de violencia contra los jueces”, al recordar el asesinato de un juez de Georgia -en plena corte- y la masacre de la familia de otro juez, en Illinois. Para la exmagistrada: “la interferencia con el poder judicial ha permitido el florecimiento de las dictaduras”.
Estas durísimas declaraciones no son un hecho aislado pues incontables pronunciamientos se han producido en los últimos años, a raíz de decisiones tomadas por la administración de mister Bush, estrecho “aliado” de mister Uribe.
La detención ilimitada de personas “sospechosas” sin beneficio del habeas corpus, el espionaje de las comunicaciones de ciudadanos sin orden judicial, la creación de oscuras prisiones en el extranjero, las torturas llevadas a cabo en estos centros de detención (caso Abu Graib y Guantánamo), la manipulación electoral, el uso de información oficial para desprestigiar a la oposición, el intento de silenciar a los científicos (caso James Hansen) y la presión contra la prensa independiente son algunos de los hechos cuestionados por académicos, líderes políticos, la gran prensa y los observadores internacionales.
Es este oscuro contexto el que rodea la aprobación –en el Congreso de los Estados Unidos (el pasado 28 de septiembre)- de una ley calificada por The New York Times, como “ley tiránica antiterrorista”. Para el diario, la aprobación de esta ley constituye “uno de los episodios más bajos” en la historia de ese país. En Colombia, el editorial de El Tiempo del domingo señala: “Para aprobar semejante código, digno de dictaduras militares, la Casa Blanca usó un mecanismo ruin: sembrar el pánico electoral entre los congresistas”. “El que no vote este proyecto está con los terroristas”, fue el mensaje oficial.
Prestigiosos académicos –como Noam Chosmki- han advertido desde hace rato sobre las insólitas desviaciones de los gobiernos estadounidense. No es el único. En el 2002, Robert Bowan –excombatiente de Vietnam y en ese momento obispo de la Florida le escribió a Mister Bush: “Somos blanco de los terroristas porque, en la mayor parte del mundo, nuestro gobierno defendió la dictadura, la esclavitud y la explotación humana”. Los estadounidenses parecen enfrentarse ahora a la posibilidad de que su propio país se precipite en un régimen dictatorial, semejante a los que históricamente impuso en diferentes rincones del planeta.
El pasado mes de abril, Sandra Day O’Connor -exmagistrada de la Corte Suprema de los Estados Unidos- ocasionó revuelo mundial cuando afirmó que su país “está dando los primeros pasos hacia una dictadura”. O’Connor no es miembro de la oposición demócrata en los Estados Unidos –como pudiera pensarse- sino una destacada militante del partido republicano, el mismo del presidente George Bush. Este hecho le otorga una enorme trascendencia a las declaraciones -inusualmente fuertes- de la ilustre jurista.
O’Connor denuncia los ataques de algunos de los líderes de su propio partido contra decisiones de los jueces y espera que no sean “retaliaciones por decisiones (judiciales) con las que los líderes políticos no coinciden”. Para ella, estos ataques alimentan “la oleada de violencia contra los jueces”, al recordar el asesinato de un juez de Georgia -en plena corte- y la masacre de la familia de otro juez, en Illinois. Para la exmagistrada: “la interferencia con el poder judicial ha permitido el florecimiento de las dictaduras”.
Estas durísimas declaraciones no son un hecho aislado pues incontables pronunciamientos se han producido en los últimos años, a raíz de decisiones tomadas por la administración de mister Bush, estrecho “aliado” de mister Uribe.
La detención ilimitada de personas “sospechosas” sin beneficio del habeas corpus, el espionaje de las comunicaciones de ciudadanos sin orden judicial, la creación de oscuras prisiones en el extranjero, las torturas llevadas a cabo en estos centros de detención (caso Abu Graib y Guantánamo), la manipulación electoral, el uso de información oficial para desprestigiar a la oposición, el intento de silenciar a los científicos (caso James Hansen) y la presión contra la prensa independiente son algunos de los hechos cuestionados por académicos, líderes políticos, la gran prensa y los observadores internacionales.
Es este oscuro contexto el que rodea la aprobación –en el Congreso de los Estados Unidos (el pasado 28 de septiembre)- de una ley calificada por The New York Times, como “ley tiránica antiterrorista”. Para el diario, la aprobación de esta ley constituye “uno de los episodios más bajos” en la historia de ese país. En Colombia, el editorial de El Tiempo del domingo señala: “Para aprobar semejante código, digno de dictaduras militares, la Casa Blanca usó un mecanismo ruin: sembrar el pánico electoral entre los congresistas”. “El que no vote este proyecto está con los terroristas”, fue el mensaje oficial.
Prestigiosos académicos –como Noam Chosmki- han advertido desde hace rato sobre las insólitas desviaciones de los gobiernos estadounidense. No es el único. En el 2002, Robert Bowan –excombatiente de Vietnam y en ese momento obispo de la Florida le escribió a Mister Bush: “Somos blanco de los terroristas porque, en la mayor parte del mundo, nuestro gobierno defendió la dictadura, la esclavitud y la explotación humana”. Los estadounidenses parecen enfrentarse ahora a la posibilidad de que su propio país se precipite en un régimen dictatorial, semejante a los que históricamente impuso en diferentes rincones del planeta.
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